
Corrían los últimos años de los 80. Un día cualquiera, en un aula cualquiera de un colegio cualquiera, un niño pasaba sus días explorando el mundo con curiosidad, garabateando universos en su pupitre sin prestar demasiada atención a la lección del profesor—un hombre gris, de chaqueta de felpa a cuadros y voz áspera, cincelada por el alquitrán de los Celtas Cortos largos que fumaba compulsivamente—hasta que su voz tronó con autoridad:
«¿Piensas que inventando historietas y pintando dibujitos serás alguien en la vida? ¡Sal de mi clase!»
El niño recogió sus cosas y salió cabizbajo de la clase. Lo que aquel profesor no sabía era que, en ese preciso instante, acababa de escribir el prólogo de su historia.
Desde aquel día hasta hoy, ese niño ha pasado más de dos décadas inventando, escribiendo y pintando historias, solo que ahora, su pupitre es más grande, sus ideas llegan más lejos y su lápiz es imborrable.